Hace unos 30.000 años, en un rincón de Siberia, un virus gigante quedó
congelado en el suelo. Pasaron los siglos y sobre aquella capa de tierra
helada se fueron depositando muchas otras, generando un terreno
conocido como permafrost. Este entorno gélido y en completa oscuridad
funciona como un congelador natural perfecto para que un virus como
aquel permaneciese intacto, en estado latente, a la espera de una
situación más propicia para volver a la acción. En el año 2000, pasados
unos 300 siglos, un equipo de científicos rusos extrajeron justo la
porción de permafrost en la que estaba aquel virus gigante, aunque no lo
supieron hasta mucho después.
Fue en 2012 cuando otro equipo de
científicos franceses comenzó a rastrear aquellas muestras extraídas en
Kolyma, en el extremo noreste de Rusia. Ese año un equipo había
conseguido revivir una planta de unos 30.000 años
que también había quedado conservada en estado latente en el
permafrost. Si una planta podía hacer eso, por qué no también un virus,
esos patógenos al límite entre la vida y la muerte que permanecen
inertes hasta que invaden algo vivo para reproducirse.
Para
cazarlo, los investigadores usaron cebo vivo: amebas que pusieron a
crecer mezcladas con las muestras del permafrost. La mayor parte de las
veces no pasaba nada y las microbios seguían viviendo sin problemas. Por
fin, un día, en uno de los muchos cultivos celulares, las amebas
empezaron a morirse sin explicación aparente. Al analizarlas, los
investigadores descubrieron por fin al virus gigante de Siberia, el más
grande que se ha hallado nunca y, de largo, el más antiguo que ha
resucitado, según explican hoy los descubridores del nuevo patógeno en
un estudio publicado en
la revista científica PNAS. Además, al analizar el virus, los
investigadores franceses han comprobado que no se parece a ninguno otro
conocido y que su rara mezcla de características le convierte en una
nueva familia y especie de virus gigante.
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